Antes de pasar a Perú, inevitablemente se ha de visitar Copacabana. Sorprende el mismo viaje, cuando en medio camino, en Tiquina, uno debe bajarse del colectivo (autobús), subir a una lanchita, y mirar a unos 500metros, cómo una plataforma de madera transporta el colectivo de una orilla a la otra.

Al llegar a la ciudad, uno puede respirar la paz que emana el Lago Titicaca. Ya se trate de energías, de silencio, de libertad de presiones sociales o de subsistencia, o de lo que fuere, la tranquilidad con que reposa el alma es, por lo menos, inaudita. Heme ahí, levantando los brazos hacia el sol, como quizás mis antepasados solían hacerlo siguiendo el instinto, que como a mí, me hizo sentirme libre como cada cosa que hay en la tierra.

Quizás la parte lamentable, es el ambiente turístico que se vive, pero no mucho más diferente a cualquier ciudad que vive de esa actividad. De todas maneras, uno siempre puede escaparse hacia el interior, hacia su niño interior… como yo jugando a ser escalador:

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